Contenido
- El problema de la fijación de los poemas homéricos
- La edición alejandrina
- Historia del texto hasta nuestros días
- Bibliografía
El problema de la fijación de los poemas homéricos
Introducción
Nadie dudaría hoy de que los poemas homéricos son producto de una larga tradición de cantos orales sobre los héroes griegos. Pero esto, que, como se ha visto (VER El canto), resuelve uno de los problemas centrales en el estudio de los textos (a saber, cómo y por qué están compuestos como están compuestos), genera un nuevo inconveniente: cómo se pasa de una tradición cantos orales a la existencia de dos grandes epopeyas.
Este problema implica en realidad una serie de cuestiones más o menos separadas que han dado origen a diversas posturas. En lo que sigue intentaremos limitarnos a describir las posiciones; sin embargo, como hacer esto sin dejar traslucir la propia es imposible, conviene comenzar delineando lo que el estudio de los textos y la bibliografía nos ha llevado a pensar.
Para nosotros, los poemas homéricos son obra de un único compositor y fueron elaborados entre aprox. 750 a.C. y 650 a.C. (más cerca de la primera fecha que de la segunda, probablemente, pero mantenemos un margen amplio dada la incertidumbre sobre el tema), que, ya sea después de un periodo de transmisión oral memorística, ya de forma inmediata, fueron conservados para su reproducción por su importancia y calidad en una época en donde la cultura griega experimentaba un renacimiento después de algunos siglos de aislamiento relativo. Ese proceso de copiado debe haber implicado algún tipo de dictado (la hipótesis de un rapsoda alfabetizado no es inadmisible, pero resulta menos probable que la apelación a un escriba), lo que no significa que el dictado fuera el origen de los poemas como los conocemos. El destino posterior de estos textos fijados es un problema en sí mismo, pero es también el tema de la próxima sección («La edición alejandrina»).
La cuestión de la datación
Es raro escuchar hablar del problema de datar un texto cuando uno está muy acostumbrado a ver el año de edición en los libros. Sobre algunos autores modernos no solo conocemos la datación aproximada, sino incluso la fecha exacta en que un poema o cuento fue escrito. Esto nos permite entender el contexto de producción: si no supiéramos otra cosa, el hecho de que un cuadro llamado Guernica hubiera sido pintado entre mayo y junio de 1937, a solo unas semanas del bombardeo de la ciudad del mismo nombre en la guerra civil española, podríamos deducir fácilmente que la pintura hace alusión al evento histórico.
En el caso de los autores antiguos datar los textos es un problema constante, porque no hay “publicaciones” en el sentido moderno de la palabra y, por lo tanto, en general ningún soporte para conocer la fecha de composición. En algunos casos, la evidencia interna es útil: cuando, por ejemplo, leemos que Esquilo escribe una obra, Los Persas, que relata los eventos de la batalla de Salamina, no puede haber demasiadas dudas de que la obra fue compuesta después de la batalla. El camino inverso es más difícil pero a veces ayuda: si en una comedia de Aristófanes se habla de un cierto político ateniense implicando que todavía está en el poder, es claro que ni los acontecimientos que pudieran haber llevado a su caída ni su muerte han sucedido. El primer tipo de datos se denominan termini post quem (es decir, “puntos a partir de los cuales”); el segundo, termini ante quem (es decir, “puntos antes de los cuales”).
Se ha debatido mucho respecto a la existencia de evidencia interna de este tipo en los poemas homéricos. Así, por ejemplo, cuando se habla de las inmensas riquezas de “Tebas egipcia” en Il. 9.379-384, asumiendo que, como algunos han sugerido, no haya un problema de tipo textual (es decir, que en el original no se encontrara la palabra “egipcia”), esto podría implicar que el texto fue escrito antes de la destrucción de esa ciudad por el rey asirio Asurbanipal en 663 a.C.; sin embargo, la realidad es más compleja, porque no es posible saber si la referencia proviene del conocimiento del poeta de la Tebas contemporánea a él o es solo una leyenda transmitida por la tradición de un periodo anterior. Si fuera lo primero, parece claro que la destrucción de la ciudad excluiría su mención; si fuera lo segundo, esa destrucción es inconsecuente. El punto es que no tenemos forma de saber cuál es el caso, y lo mismo sucede invariablemente para cualquier otro tipo de evidencia interna de este tipo.
No obstante, existe un segundo tipo: la evidencia lingüística. En este caso, lo que se estudia es el lenguaje del poema para definir a qué época corresponde. Cuando, por ejemplo, encontramos en español una frase como “O ferido o preso, no vos escaparedes”, podemos estar relativamente seguros de que no se trata de una obra del s. XIX (excepto que sea una con un estilo muy arcaizante). El análisis detenido de los rasgos lingüísticos, tomando en cuenta la evidencia que nos ayuda delinear los cambios en el idioma a lo largo de los años, permite delimitar la época posible de composición de una obra.
El caso de Homero presenta numerosas dificultades para aplicar esta técnica, puesto que el conservadurismo de la tradición retiene fórmulas de periodos anteriores a ciertos cambios lingüísticos y la combinación de capas dialectales muchas veces impide saber si una cierta expresión es una forma arcaica en un dialecto o una forma contemporánea extraída de otro. Sin embargo, si se toman suficientes rasgos en un corpus suficientemente amplio y se comparan los diferentes textos entre sí, es plausible llegar a partir de ellos a una cronología relativa. Es lo que ha hecho Richard Janko en su importante libro Homer, Hesiod and the Hymns. La conclusión del autor es que Ilíada es el poema más antiguo que conservamos, Odisea algo posterior y los poemas hesiódicos y los Himnos Homéricos posteriores a ambos. Aunque no hay acuerdo absoluto en que la datación de Janko sea correcta y parte de la evidencia que utiliza ha sido desestimada (cf. Jones, 2010, y las contribuciones de ambos autores en Andersen y Haug, 2012), el grueso de su razonamiento sigue teniendo validez y hasta ahora no ha habido ningún otro modelo que proponga una cronología relativa de los textos conservados de la épica arcaica.
El problema con esto, por supuesto, es que una cronología relativa no nos dice cuándo fueron compuestos los poemas, sino solo en qué orden. Esto sería mucho más útil si, por ejemplo, conociéramos la datación precisa de Hesíodo: en ese caso, sería posible inferir la de Homero de forma indirecta. Pero los críticos tampoco acuerdan respecto a las fechas del poeta beocio y esto nos devuelve a la cuestión original. La comparación con el grado de evolución lingüística en poetas cuya datación es mejor conocida nos permite por lo menos aseverar que la cronología no puede adelantarse demasiado (un Homero de mediados del s. VII implicaría un Hesíodo de comienzos del s. VI, lo que no parece verosímil, dado el grado de desarrollo de la lengua griega en estos poetas y las alusiones en otras fuentes).
Habiendo fracasado en obtener una datación precisa con la evidencia interna, lo que queda es la evidencia externa. En el caso de la poesía antigua, el tipo más común de esta es la mención de un autor o un texto en otros. Si asumimos que es imposible hablar de “Homero” si uno no escuchó nunca de Ilíada y Odisea, cuando un autor habla de él, si podemos datar ese autor, podemos establecer un terminus ante quem para el poeta. En este caso, estamos algo mejor parados, porque, según Pausanias (9.9.5), Calino, un poeta espartano de mediados del s. VII, habla de Homero. El problema con esto es que no tenemos las palabras de Calino. Las referencias más seguras a Homero como poeta recién llegarán a finales del s. VI, con el trabajo de Teágenes de Regio, acaso el primer homerista de la historia. Aunque no conservamos sus textos, el hecho de que autores posteriores que sí lo hacían hablen de su trabajo sobre los poemas garantiza que estos ya eran conocidos en ese periodo.
Existe, sin embargo, una complicación: «Homero», durante un considerable periodo de la Antigüedad, no era el autor de Ilíada y Odisea, sino un nombre cuasi-legendario para referirse a la tradición épica en su conjunto. Simónides en la no hace tanto descubierta Elegía de Platea (fr. 11 W.) y Píndaro en su Ístimica 4 hablan de cómo Homero concedió fama a los héroes (a Áyax en particular, en el caso de Píndaro), e inmediatamente antes mencionan episodios que no forman parte de ninguno de los dos poemas. No es difícil escapar a esta objeción, porque ni Simónides ni Píndaro afirman de manera explícita que Homero haya cantado esos episodios, pero tampoco puede ignorarse el problema. Quizás incluso nuestra referencia más clara, la de Teágenes, se ocupara de la tradición épica como un todo. En cualquier caso, como con la evidencia lingüística, la evidencia externa de este tipo no puede ser considerada completamente confiable.
Además de la mención explícita, una obra puede estar aludida de forma implícita. En este caso, la certeza es mucho menor: incluso con las dudas en torno a la figura de “Homero”, que un autor antiguo lo mencione más o menos garantiza su conocimiento de algo similar a nuestras Ilíada y Odisea, pero cuando una imagen en una vasija se puede vincular a un evento de los poemas, no es posible saber si esto es porque el pintor los conocía o porque conocía el mito.
Aunque esta cuestión es irresoluble porque, entre otras causas, depende en buena medida de la concepción del proceso de fijación de los textos (VER «La fijación de los poemas»), algunas imágenes, alusiones y reversiones de estos pueden detectarse a comienzos del s. VI a.C. ¿Significa esto que la fecha de Homero debe adelantarse hasta, digamos, el 600 a.C.? No, porque, incluso si se admitiera que esas pinturas de hecho están basadas en los poemas homéricos, la popularidad de estos no tiene por qué haber sido inmediata y, por lo demás, los lugares donde se han hallado cerámicas no necesariamente son aquellos en donde se escucharon por primera vez. Esto, por supuesto, sin mencionar que nuestro corpus de cerámica griega de este periodo está muy lejos de ser grande. Existe un considerable margen de error con este tipo de datación, si bien podría establecer un posible terminus ante quem.
Además de las imágenes, existe la posibilidad de que una cierta inscripción aluda a Homero. Se ha considerado habitualmente que este es el caso con la “Copa de Néstor”, una copa de cerámica de alrededor del 720 a.C., hallada en Pitecusas (la actual Isquias), con la inscripción:
De Néstor [ ] la copa, buen[a] para bebe[r]:
quien b[eba] de esta cop[a], enseguida a aquel
[to]mará el dese[o] de Afrodita de hermosa [coro]na
Lo que se encuentra entre corchetes está dañado o perdido en el original. El segundo y el tercer verso son hexámetros y la alusión a la “copa de Néstor” recuerda la descripción que se realiza de una copa del anciano héroe Néstor en Il. 11.632-637. Muchos críticos consideran que la cerámica hace una alusión, quizás de carácter lúdico, al poema homérico, otros piensan que la copa era parte tradicional de mito y aun otros afirman que el Néstor de la inscripción no tiene relación alguna con el de Homero. No hay, por supuesto, solución posible a la cuestión, aunque la tentación de ligar los hexámetros con al menos el canto épico es inevitable y uno podría dudar con cierta razón si el pequeño detalle de la copa habría formado parte estable de una tradición variada.
La conclusión de todo esto es que no sabemos cuál es la datación de Homero. Tenemos buenas razones para afirmar que no puede ser posterior a aprox. 650 a.C. y sin duda no parece adecuado retrasarla demasiado, puesto que la escritura en alfabeto griego se introduce en algún momento entre el final del s. IX y el comienzo del s. VIII. Por eso, aunque un margen de un siglo está lejos de ser satisfactorio, hablar de un poema fijado entre 750 y 650 a.C. resulta relativamente seguro.
La fijación de los poemas
Parte de la razón por la cual datar los poemas homéricos es tan complejo es que ni siquiera sabemos cómo fue el proceso que llevó de una tradición oral con numerosos rapsodas interpretando incontables cantos sobre diversos temas a que la épica griega se convirtiera en sinónimo de dos grandes textos más o menos fijos acompañados de algunas otras obras de menor calidad o dimensión (el Ciclo épico y los poemas hesiódicos). Podemos estar relativamente seguros de que, para el s. V a.C., la situación había alcanzado ese punto, puesto que, primero, los testimonios lo indican y, por el otro, es por lo menos difícil concebir que una cultura capaz de detectar los más mínimos traspiés en la ejecución de una obra de teatro no dejara ni un solo comentario jamás sobre la “multiformidad” de la épica. Si los griegos no solo podían reconocer un error como el que transmite un escolio a Orestes de Eurípides, en cuya puesta en escena un actor pronunció de forma equivocada una palabra, sino que además podían hacer alusión y burlarse de ese error en comedias posteriores, como Ranas de Aristófanes, la idea de que en ningún punto tengamos ni la más mínima referencia a la existencia de versiones múltiples de los poemas homéricos poco menos que garantiza que, al menos desde finales de la época arcaica, estos habían alcanzado un estado de fijación equivalente al de cualquier texto escrito.
Lo primero que hay que dejar en claro sobre esta cuestión es que no hay forma definitiva de resolverla. Todas las teorías que se han propuesto tienen sus méritos y todas pueden encontrar una escapatoria a las críticas que se les realicen. Como hemos señalado arriba, intentaremos limitarnos a describirlas, sin emitir juicios; no omitiremos, sin embargo, las debilidades de cada una. La enumeración que sigue, elaborada sobre la base del estudio de la bibliografía, se organiza comenzando a partir de la hipótesis más “multiforme” sobre el proceso de fijación, avanzando hasta la que menos variación propone. Que esto no tiene valor retórico (es decir, no proponemos avanzar hacia la “mejor teoría”) lo demuestra el hecho de que, como puede verificarse en la descripción de nuestra posición, no adherimos ni al modelo evolutivo ni al del “rapsoda erudito”; de hecho, desde nuestra perspectiva ambas posturas presentan debilidades irresolubles.
El modelo evolutivo
Hemos visto ya que el trabajo de Parry cerró el debate entre “analistas” y “unitarios” explicando cómo un único autor podía componer textos como los poemas homéricos. Decir que esto representó el triunfo de la postura “unitaria” es un tanto forzado, puesto que los filólogos decimonónicos que adherían a esa postura eran virulentos partidarios del carácter ilustrado y letrado de Homero, pero sin duda sí sacó durante mucho tiempo de la escena la idea de un canto producido por múltiples manos.
Este estado de cosas se modificó en 1979 con la publicación del libro The Best of the Achaeans, de Gregory Nagy. El autor proponía allí (y en toda su obra subsiguiente) una postura novedosa: no solo no existió un único autor de Ilíada y Odisea, en realidad no existió nunca ningún autor en sentido estricto. Los cantos orales se fueron fijando en un proceso progresivo con la introducción de elementos memorísticos primero y, más tarde y sobre todo, con la intervención de factores exógenos que terminaron de establecer su forma definitiva.
El punto de inflexión para Nagy es la llamada “recensión pisistrática”, un evento difícil de precisar pero que parece haber tenido una gran importancia en la conservación de los poemas. La primera alusión a él se encuentra en el diálogo pseudo-platónico Hiparco (228b6-c1), donde se dice que el tirano ateniense de ese nombre, hijo de Pisístrato, fue el primero que introdujo los poemas homéricos en Atenas y obligó a los rapsodas a cantarlos en orden en las fiestas Panatenaicas. Autores posteriores hablan de un proceso de ordenamiento de una tradición textual caótica y se supone que el texto oficial ateniense de Homero será la base de la edición alejandrina, que es la que nosotros conservamos (VER La edición alejandrina).
Para la mayoría de los críticos, la recensión pisitrática es un acontecimiento importante en la historia textual de Ilíada y Odisea, esto es, en la historia de la transmisión del texto escrito. Pero Nagy propuso otra cosa: para él, Hiparco no compiló papiros o pergaminos con los poemas y armó uno oficial ateniense a partir de ellos, sino que estableció un orden específico para la realización de cantos que hasta entonces no tenían ninguno, dando origen a los poemas como los conocemos nosotros, que antes no existían más que como “temas” mitológicos. Mientras que otros filólogos entienden que lo que Hiparco hizo fue, por ejemplo, aclarar que en el verso 5 de Ilíada no dice “banquete para las aves” sino “para todas las aves” o, con menor grado de profundidad, que el proemio de Ilíada tiene siete y no nueve versos, Nagy conjetura que su intervención fue muchísimo mayor, puesto que gracias a él todas las performances del poema comenzaban con el debate en la asamblea y concluían con la entrega del cadáver de Héctor.
Esto no concluye el proceso de fijación, puesto que, incluso dentro del orden fijo, cada rapsoda seguía cantando una versión diferente cada vez. Para Nagy, no será sino hasta Alejandría donde algo parecido a un texto escrito existirá para los poemas homéricos (y, aun entonces, conviviendo todavía con una tradición viva de cantos orales). Esta existencia “multiforme” de los poemas, donde un “tema” (la “ilíada” o la ira de Aquiles) persiste como esquema general sin por ello existir como texto fijo (es decir, no hay una Ilíada), solo desaparecerá cuando desaparezca el último rapsoda, en algún momento entre el final de la época helenística y la época imperial (s. II a.C. a V d.C.).
La hipótesis evolutiva, resumida aquí en una de sus versiones y simplificada, tiene varias ventajas. Primero, explica algunas diferencias que tienen nuestros poemas con citas de ellos que se hallan en algunos autores clásicos y papiros tempranos, así como con las imágenes que se encuentran en cerámicas. Dado que no existe un texto fijo hasta el periodo helenístico, es lógico que las citas y las imágenes difieran. Segundo, parece coherente con el desarrollo de una tradición oral, que no tiene razón alguna para fijarse en un único texto, explicando el proceso de estabilización a partir de la incidencia de factores exógenos. Tercero, da cuenta de la “ley de Monro” (el principio, formulado por primera vez por el filólogo David Monro a comienzos del s. XX, de que Odisea no repite nunca elementos de Ilíada) señalando que cada poema forma parte de un “tema” mayor con sus propios elementos, excluyendo cualquiera que pertenezca a otro “tema”.
Tiene, sin embargo, desventajas. En primer lugar, no parece del todo claro cómo compatibilizar la variación de los poemas homéricos con una cultura ya plenamente capaz y entrenada en la repetición exacta de textos literarios. En segundo lugar, como ha demostrado Margarit Finkelberg en un artículo del año 2000, la “multiformidad” fundamental para la teoría de Nagy, que se registra en los resúmenes que los autores antiguos dan de los cantos cíclicos, no aparece en forma comparable en los poemas homéricos. Así, por ejemplo, mientras que Heródoto (2.117) afirma que, según los Cypria, Paris y Helena llegan a Troya en tres días y con buen tiempo, el resumen de Proclo del evento (Allen, Homeri Opera V, 103.4-12) y la versión de Apolodoro (Epit. 3.4) hablan de una tormenta y un desvío hacia la ciudad fenicia de Sidón. Incluso con las considerables variaciones textuales que algunos papiros homéricos presentan, ninguna “versión” de Ilíada y Odisea conservada ofrece una alternancia semejante.
En tercer lugar, los comparanda preferidos por el modelo evolutivo, los poemas védicos y el Antiguo Testamento, aunque producto de un proceso de fijación progresivo, son por completo diferentes al texto homérico. Tanto los vedas como el Antiguo Testamento son compilaciones de diferentes historias sin un argumento único conductor; incluso el mayor partidario de la unidad compositiva de esas obras ofrecería de ellas un esquema que sería menos unitario que el del mayor analista de Ilíada.
La concepción de la recensión pisitrática como un proceso de ordenamiento de cantos también es un problema. No hay evidencia clara no solo de la naturaleza de esta acción de los tiranos de Atenas, sino ni siquiera de la forma en que los festivales panatenaicos funcionaban. Las razones por las cuales Nagy concibe una ejecución de Ilíada y Odisea colaborativa entre los rapsodas competidores son circulares, dado que interpreta los testimonios de Platón y Diógenes Laercio sobre el modo de recitación en esos festivales de forma tal de concluir aquello que su propia teoría postula, pero solamente porque su teoría postula ese modelo es posible sostener esas interpretaciones. Otros autores han entendido los testimonios (imprecisos y ambiguos, cabe agregar) de maneras diferentes, mucho más sencillas. Por lo demás, como ha notado Jensen (2011: 236), la idea de una suerte de trabajo colaborativo entre todos los competidores en las Panatenaicas para elaborar una única historia contradice «el sentido común y la experiencia en trabajos de campo», dado que los cantantes no intentan en estos contextos trabajar en conjunto con los demás, sino todo lo contrario, es decir, destacarse, separarse del resto y distinguirse a través de todos los medios posibles.
Finalmente, el modelo evolutivo tiene severos problemas para dar cuenta de la unidad lingüística y estilística de los poemas y, sobre todo, del hecho de que esa unidad parece corresponder al estado del lenguaje griego entre los s. VIII y VII y no, como sería necesario en una tradición viva y multiforme continuada hasta la época helenística, al de los s. V o IV.
Transmisión memorística y dictado
La hipótesis de Parry respecto a la fijación de los poemas homéricos y una que ha gozado de considerable popularidad a lo largo del siglo XX es la del “dictado”, es decir, la idea de que un escriba se sentó y registró las palabras de un rapsoda que improvisó un largo poema sobre un cierto tema.
En sí misma, esta hipótesis no tiene nada de extraña y, de hecho, cuenta con comparanda antiguos, como el de Cicerón, cuyos discursos eran registrados por su esclavo Marco Tulio Tirón. Es cierto que entre este modelo y otros similares y Homero existen inmensas diferencias: el dictado en el caso de Cicerón era una comodidad propia de un autor letrado, con el objetivo de conservar palabras pensadas deliberadamente para perdurar. Es menos claro por qué un rapsoda querría trabajar junto a un escriba y, de hecho, lo más probable es que esto no hubiera sucedido nunca. Incluso si uno pudiera dudar de ciertas objeciones, como que un cantor épico no tendría interés en legar un texto fijo porque esa noción le sería desconocida (algo absurdo en la misma Grecia que no mucho después conocería la lírica de Safo y de Alcman, sobre cuya invariabilidad no es dable dudar), es claro que resulta complejo pensar en un rapsoda con los considerables recursos materiales necesarios para registrar en pergamino o papiro (productos muy caros en la época) y preservar dos cantos de más de quince mil versos.
Solamente un rey o un aristócrata muy poderoso tendría la capacidad de financiar una empresa semejante, y no es un dato menor que los dos rapsodas que aparecen en los poemas homéricos (Demódoco y Femio, ambos en Odisea) son servidores reales (del rey feacio Alcínoo y de Odiseo). Tomando eso en consideración, lo único que se necesitaría es un motivo para realizar una inversión de este tipo, algo un tanto elusivo y, sobre todo, inverificable, pero no imposible. Richard Janko conjetura, en un trabajo de 1998, por ejemplo, que los poemas fueron registrados como forma de legitimar el poder real de alguna de las dinastías griegas que rastreaba su ascendencia hasta el periodo heroico. Minna Skafte Jensen, en diversos trabajos, ha defendido que fueron los pisistrátidas en una fecha posterior los que emprendieron el proyecto, he incluso ha desarrollado una interpretación de los testimonios y la evidencia arqueológica que nos permite identificar al escriba en jefe involucrado. Podría pensarse también en una motivación religiosa: si Homero era un personaje de cierta importancia (como lo sugiere la existencia de una escuela rapsódica de “homéridas”), no sería extraño que sus cantos (o lo que pasaba por sus cantos) fueran registrados como ofrenda. En todo caso, no es la ausencia de motivaciones el problema, sino nuestra incapacidad absoluta de corroborar cuál puede haber sido la verdadera.
Una ventaja considerable de la hipótesis del dictado es que en las experiencias de este tipo realizadas por Parry y Lord en los Balcanes, los investigadores observaron que, con la reducción de la velocidad de la recitación forzada por la velocidad del escriba, los cantores mejoraban notablemente su técnica, produciendo textos más sofisticados y mejor organizados. Incluso con las herramientas provistas por la tradición, la velocidad de una performance improvisada estándar limita bastante el tiempo para planear y decidir el contenido de cada verso. Y si esto es válido para el dictado realizado por una persona letrada del s. XX a una velocidad normal de escritura, debe serlo mucho más para un escriba de la época arcaica. Aun si el poeta de Ilíada no era más que un rapsoda común y corriente, la lentitud del proceso de puesta por escrito de su canto habría producido una inmensa diferencia respecto a sus producciones habituales.
Hasta este punto, la teoría del dictado presenta dos grandes ventajas: primero, explica por qué nuestro texto homérico tiene un lenguaje y estilo uniforme datable en los s. VIII y VII a.C. Segundo, da cuenta de la naturaleza de los poemas homéricos como textos orales, en la medida en que sus versiones escritas no consistirían más que en el registro de una performance, aunque una muy especial por la diferencia de velocidad con las regulares más o menos improvisadas.
Una propuesta similar a la del dictado pero diferente en algunos aspectos clave es la de la transmisión memorística, es decir, la hipótesis de que, en algún momento de la tradición, un rapsoda compuso un texto que, por las razones que fueran, generó un modelo distinto de relación con la poesía, que dejó de ser compuesta para cada ocasión y empezó a repetirse igual cada vez. Para que esto haya sucedido no solo tiene que haber sido precedido por un proceso de “estabilización” previo (una cultura con cantos orales improvisados no se convierte de un día para el otro en una cultura donde se repiten poemas fijos), sino también y especialmente un poeta extraordinario capaz de componer ese texto único.
No es difícil ver por qué podría pensarse que Homero habría sido ese poeta e Ilíada y Odisea esos textos. Su carácter monumental (mucho más largo que otros poemas épicos de la Grecia Antigua) y su calidad indiscutible los destacan, incluso para los propios antiguos, como sugiere, entre otros muchos, el testimonio de Aristóteles en Poética 1459a30-1459b7 mencionado arriba (VER El canto). Es importante insistir en la improbabilidad de que un Homero haya surgido de repente: casi sin lugar a dudas un proceso evolutivo lo precedió, lo que no es extraño dado que sabemos que la tradición heroica se remonta a la época micénica (VER La historia). Pero esta evolución no sería más que la habitual en cualquier parte de la historia de la literatura, con la salvedad de que en este caso se trataría tanto de una mejora en la sofisticación de los textos como de una mayor estabilidad entre las diferentes versiones producidas sobre un mismo tema. Nótese que este proceso evolutivo, por lo tanto, aunque comparable a la propuesta por el “modelo evolutivo”, se sitúa antes en la cronología y no es interrumpida por un fenómeno exógeno, sino que se desarrolla por completo en el ámbito rapsódico.
La teoría de la transmisión memorística comparte la primera ventaja de la del dictado mencionada arriba (explicación de la unidad de estilo y lenguaje), pero no así la segunda. Ofrece, sin embargo, como compensación el hecho de que es más adecuada para dar cuenta de interpolaciones ajenas al texto original (por ejemplo, el canto 10 de Ilíada), que serían producto de reproducciones poco fieles a la versión del rapsoda monumental. Además, al suponer un proceso evolutivo que precede a los poemas conservados, hace más fácil entender cómo se pasa de los cantos orales propios de la tradición épica a la sofisticación de la lírica, sin necesidad de postular un corte abrupto: Homero es el punto de inflexión pero no surge de la nada.
La transmisión memorística inevitablemente culmina en un dictado de los poemas (de otra forma, no los conservaríamos), y en este punto las teorías se imbrican, puesto que resulta tan probable que, después de cierto periodo de transmisión de memoria entre los rapsodas, alguien determinará registrar los textos como que, una vez registrados, por su carácter monumental y excepcional los cantos generarán una tradición de reproducción memorística (por lo demás, parece verosímil afirmar que fueron escritos para una práctica semejante). Esto implicaría que, frente a la postura más habitual de la teoría del dictado, no sería el texto de un rapsoda cualquiera el que se pondría por escrito, sino un poema excepcional producido por un rapsoda extraordinario. Semejante peculiaridad acaso podría contribuir a dar cuenta de las razones por las que alguien financiaría la empresa, pero, en este terreno, no podemos hacer más que especular.
La gran desventaja de las teorías del dictado y de la transmisión memorística es que suponen un progresivo abandono de las prácticas habituales de la oralidad en la Grecia Arcaica o bien una ruptura repentina con ellas. En el primer caso, no es del todo claro cómo podríamos tener poemas homéricos como los que tenemos: la evolución hacia un modelo de reproducción memorística probablemente habría ido reduciendo el carácter formulaico del lenguaje. En el segundo, no se explica por qué la puesta por escrito de una versión de los poemas en algún lugar del mundo helénico terminó por imponerse sobre la infinitud de otras que circulaban. En sí mismos, estos no son problemas fatales, pero dejan inevitablemente abierta la puerta para considerar hipótesis alternativas.
El rapsoda letrado
La última teoría vigente respecto a la fijación de los poemas homéricos es también la más sencilla: estos fueron escritos por un poeta. Además de tímidamente por West en un trabajo del 2000, esta hipótesis fue defendida sobre todo por muchos de los que adhieren a un enfoque neoanalista (VER El canto), porque el modelo de alusiones sobre el que se basa esta teoría se encuentra mucho más cómodo en el contexto de una serie de textos escritos que en el de cantos orales.
La razón para esto es muy simple: es posible aludir a un texto escrito porque este está fijo y se reproduce siempre de la misma manera, mientras que no es posible (o no es fácil) aludir a un texto oral que cada vez que se reproduce es diferente. Por esto, entre la primera generación de neoanalistas no era infrecuente pensar no solo que Ilíada y Odisea fueron escritos, sino también que convivían con otros poemas escritos contando otros aspectos de la tradición mitológica griega.
Hoy en día, esta necesidad de buscar un blanco fijo para las alusiones homéricas se ha reducido mucho gracias al trabajo de autores como Jonathan Burgess, que han desarrollado un modelo que permite que un poeta oral realice alusiones a otra parte de la tradición sin que esta tenga que tener una expresión fija. Por eso, en los últimos años la tendencia a asociar “neoanálisis” con “escritura” se ha debilitado mucho.
Esto no quita que el modelo del rapsoda letrado tenga algunas ventajas. Primero, da cuenta de la magnitud y sofisticación de los poemas homéricos mejor que los otros; esto es completamente distinto a decir que “una tradición oral no podría producir Ilíada”, pero no deja de ser cierto que Ilíada es mucho mayor y más compleja que buena parte de todo lo demás que produjeron los propios griegos (incluyendo a los que sabían leer y escribir). Segundo, la idea de un rapsoda capaz de escribir explicaría de dónde surge la ruptura con la tradición de cantos que se manifiesta en el hecho mismo de la puesta por escrito. Tercero, ciertas alusiones a la fijación de los eventos y su memoria en los poemas (por ejemplo, la historia de la serpiente y los pájaros en el canto 2 de Ilíada) parecen más compatibles con una exaltación de la escritura que con una circulación oral variada o multiforme; esto, sin embargo, está sujeto a interpretaciones diversas.
Las desventajas de esta hipótesis son evidentes y considerables. No solo presupone la existencia de una figura casi imposible (un rapsoda conocedor de la tradición de poesía oral que además contaba con la capacidad y los medios para poner por escrito sus cantos), sino que, además, suele asumir que no estaba solo (puesto que también los Cantos Cíclicos habrían sido, según la mayoría de los que adhieren a este modelo, escritos). Los rasgos de oralidad en los poemas también hablan en contra de la teoría: resulta muy improbable, incluso con un considerable entrenamiento rapsódico, que un escritor hubiera producido poemas perfectamente asimilables a los de otras tradiciones orales pero por completo diferentes a los de la literatura escrita, donde no hay fórmulas ni repeticiones.
Conclusiones
Como se observó al comienzo, no existe hoy solución a la cuestión de la fijación de los poemas homéricos. Las distintas teorías que fueron mencionándose son solo grupos en los que podrían incluirse una cantidad notable de posturas distintas y las descripciones realizadas no deben considerarse más que como aproximaciones a grandes rasgos de posiciones que han sido desarrolladas por diferentes críticos, a veces a lo largo de varios libros. En el vasto mundo de la filología homérica no existe problema mayor que el que se ha tratado en este apartado. Cualquier resumen es insuficiente y, si lo que quedan de este son dudas, el objetivo que tenía se ha cumplido. No tenemos mucho más que preguntas, después de todo, y, aunque hemos aprendido a refinarlas bastante, todavía estamos lejos de tener sus respuestas.
La edición alejandrina
De los muchísimos legados que las campañas de Alejandro Magno dejaron para la posteridad, la fundación de la ciudad de Alejandría en la costa de Egipto sería quizás el de mayor trascendencia para el futuro del arte. Cuando el trono fue ocupado por la dinastía macedónica de los Ptolomeos (que gobernarían el país y su área de influencia hasta la llegada de los romanos), se desarrolló allí una agitadísima vida intelectual, dedicada tanto a producir esculturas, pinturas y canciones como a compilar y estudiar la poesía del pasado. Desde las primeras décadas del s. III a.C. hasta por lo menos la segunda mitad del s. II a.C., los filólogos del “Museo” (una palabra derivada del término “Musa”, la diosa protectora de las artes) recolectaron decenas de miles de manuscritos, los analizaron, editaron y comentaron, fundando una tradición científica que perdura hasta nuestros días. Homero es lo que es para nosotros gracias a ellos.
Los testimonios antiguos sugieren que el trabajo editorial sobre los poemas homéricos no comenzó con los alejandrinos; hay indicios, incluso, de una edición del propio Aristóteles (Plutarco, Vida de Alejandro 8.2). Sin embargo, dos cosas son claramente ciertas: las variaciones entre los manuscritos antes del periodo helenístico eran inmensas y, incluso si en esto fueron precedidos por otros, el método científico para aproximarse al análisis del texto fue perfeccionado en Egipto.
Tres directores de la biblioteca de Alejandría (una institución que funcionaba dentro del “Museo”) produjeron ediciones de Homero: Zenódoto de Éfeso, Aristófanes de Bizancio y Aristarco de Samotracia. Es difícil rastrear en detalle las contribuciones de cada uno, pero parece razonable afirmar que fue el tercero el que con mayor sofisticación encaró el trabajo (lo que, por supuesto, no dejaría de ser producto del esfuerzo de sus predecesores). Aristarco vivió entre 216 a.C. y 144 a.C. y llegó a ser director del Museo en 175 a.C., sucediendo a Aristófanes. Fue un autor prolífico, editando a por lo menos seis poetas además de Homero y escribiendo comentarios y trabajos monográficos sobre muchos otros. No sería exagerado decir que la filología antigua alcanzó con él uno de sus puntos cúlmines.
El trabajo de Aristarco puede dividirse en tres partes. Primero, la compilación de manuscritos (esto es, no solo su adquisición -algo que, para su época, debía haber sido innecesario, cien años después de la fundación del Museo-, sino también su análisis y comparación) y la elaboración a partir de ellos de un texto base; segundo, la inclusión en ese texto de una serie de marcas filológicas con diferentes significados que asistieran al lector a entender el texto; tercero y por mucho lo más complejo, la producción de un comentario (hypómnema) justificando la elección de las variantes textuales y aclarando diferentes problemas del lenguaje homérico, aspectos de su técnica literaria y alusiones mitológicas.
La compilación de manuscritos realizada por Aristarco incluyó, por lo que podemos inferir de las fuentes, una serie de textos denominados koiná (“comunes”), cuyo origen sería variado, y una serie de textos superiores denominados chariésterai (“más agradables”, derivado de la palabra cháris), entre los que se incluirían las ediciones de sus predecesores (no solo del Museo) y las así llamadas “ediciones de ciudad”, esto es, manuscritos encargados por las diferentes póleis para contar con versiones oficiales de los poemas. Uno de los aspectos más brillantes del trabajo del filólogo es que no se limitó a comparar los manuscritos y elegir los que consideraba los mejores versos, sino que intentó todo el tiempo “elucidar a Homero a partir de Homero” (Hómeron ex Homérou saphenízein, según las palabras de Porfirio en Cuestiones Homéricas I, 56.4), es decir, utilizar el lenguaje de los poemas y su coherencia interna para determinar si lo que encontraba escrito en los manuscritos podía ser correcto.
Su seriedad y profesionalismo se reflejan mejor que en cualquier otra cosa en el hecho de que, a pesar de considerar espurios numerosos versos y pasajes, no los excluyó de su edición, sino que los mantuvo, limitándose a señalar su opinión con una serie de signos marginales (en el sentido literal de que se colocaban en los márgenes). Este procedimiento, en realidad, ya había sido iniciado por Zenódoto, a quien se debe la invención del “óbelos” (―), una simple raya al costado de un verso que indica que este se consideraba espurio; Zenódoto, no obstante, eliminó muchas líneas de su edición que serían restauradas por sus sucesores. Aristófanes de Bizancio agregó el “asterisco” (❋) para los versos repetidos en algún otro punto de un poema, la sigma (င) y la antisigma (၁), que se usaban en conjunto para marcar dos versos consecutivos con el mismo contenido. Aristarco, por su parte, inventó la diplê (>), una sencilla flecha marginal para señalar que existía un comentario sobre un determinado verso en su hypómnema (¡el predecesor antiguo del hipervínculo!), y la diplê peristigméne (>:), con la que indicaba específicamente un comentario contra la interpretación de Zenódoto (y quizás también de otros). Nuestros manuscritos y los escolios nos hablan de otros signos utilizados, pero son menos comunes y sus sentidos a veces se confunden entre sí.
La mayor contribución de Aristarco, se halla, sin embargo, en sus comentarios, que nos han llegado a través de otros posteriores (como el de Eustacio de Tesalónica, un autor bizantino del s. XII d.C.) y, en particular, a través de los escolios marginales escritos en las páginas de los manuscritos medievales, como el Venetus A (VER Historia del texto hasta nuestros días). No hay duda de que estos no son más que restos menores del inmenso trabajo del filólogo alejandrino, pero nos permiten tener una idea de su método y sus criterios de análisis. El comentario de Aristarco cubría aspectos de la lengua, la prosodia (el sonido del lenguaje), la mitología, la narración y el texto homéricos, compilando las opiniones de sus predecesores y añadiendo nuevas observaciones. Es la base sobre la cual toda la tradición posterior ha trabajado, incluyendo, por supuesto, el presente proyecto. Lo que más destaca su producción no es su vastedad (lo que no es decir poco, puesto que algunos autores conjeturan que su comentario homérico tenía 48 volúmenes), sino la sofisticación de su enfoque, basado en el análisis cuidadoso de los poemas y su comparación con otras fuentes, y no en especulaciones abstractas o consideraciones a priori.
Un solo ejemplo basta de esto. Según un escoliasta, Zenódoto atetizó el verso 1.117, “yo deseo que el pueblo esté a salvo en vez de que perezca”, en uno de los discursos de Agamenón en la asamblea, por considerarlo “simplón” (la palabra griega es euéthes, que también puede traducirse como “tonto”). Aristarco replica a esto que el verso está en línea con el contexto del pasaje y la manera de hablar del personaje en general, y una lectura del texto demuestra que tiene razón. El punto fundamental aquí no es, sin embargo, que el verso sea o no “simplón”, sino marcar la diferencia entre un crítico que lo considera espurio por eso y otro que se toma el esfuerzo de explicarlo a través de un análisis del poema.
La edición de Aristarco fue la base de todo el trabajo posterior sobre Ilíada y Odisea, lo que se revela en los fragmentos de papiro que se encuentran constantemente en Egipto. El papiro, un papel elaborado con la planta del mismo nombre y el material de escritura más común en la Antigüedad, se preserva bien en el ambiente seco del desierto y, por eso todavía hoy, más de dos mil años después, muchos textos continúan apareciendo en excavaciones arqueológicas. Los papiros homéricos son los más numerosos en todas las épocas y, de estos, los de Ilíada superan por bastante a los de Odisea. Pero lo más destacable es que, a partir de alrededor del 150 a.C. (es decir, casi al final de la vida de Aristarco), las variaciones en las cantidades de versos en diferentes pasajes desaparecen casi por completo y los papiros posteriores a esa fecha tienden a coincidir con las versiones preservadas en manuscritos medievales y, por lo tanto, con las nuestras. Esta “fijación” debe atribuirse sin duda al trabajo de Aristarco.
Sabemos que hubo una considerable cantidad de estudios sobre Homero posteriores a él. Entre los siglos V y VI d.C., por ejemplo, se compiló un “comentario de los cuatro hombres” (Viermännerkommentar, en alemán), que incluía los trabajos de Dídimo (s. I a.C., sobre la recensión de Aristarco), Aristonico (s. I a.C., sobre las siglas usadas por Aristarco), Herodiano (s. II a.C., sobre prosodia homérica) y Nicanor (s. II a.C., sobre puntuación homérica). Cuánto más que esto puede haberse producido es materia de especulación, considerando que incluso el trabajo de los más importantes filólogos ha llegado hasta nosotros a través de referencias indirectas y copias de copias de copias de copias (cuando no paráfrasis) de sus comentarios.
Historia del texto hasta nuestros días
Hasta aquí no hemos cruzado el umbral del s. I a.C., habiendo comenzado, quizás, en el s. VIII. Pero para resumir la historia de cómo el texto homérico ha llegado hasta nosotros es necesario saltar mil años en el futuro, hasta el manuscrito más antiguo conservado de Ilíada, el Venetus A (que puede verse completo aquí). Este volumen de 327 hojas fue producido en el s. X d.C. y adquirido en el s. XV por el Cardenal Griego Basilio Besarión, que lo donó junto con toda su colección de textos a la República de Venecia, donde pasó a formar parte de la Biblioteca Marciana (o Biblioteca de San Marcos), en la que se encuentra hoy en día.
¿Qué sucedió entre los rollos de papiro con los que trabajaron Aristarco y sus sucesores y el Venetus? En términos generales, podemos inferir que la edición oficial alejandrina se difundió por todo el mundo helenístico y, después de la conquista del Mediterráneo oriental, romano, convirtiéndose en la versión oficial del texto homérico. A partir de ella (o bien, como ha sugerido recientemente Margarit Finkelberg, a partir de la versión equivalente y similar elaborada en Antioquía) se configuró la “Vulgata”, una edición derivada que heredaría la Edad Media. No sabemos cuántas copias de esta versión habrán circulado por Europa durante el primer milenio d.C., pero es probable que fueran bastantes, tomando en cuenta que sobreviven casi doscientos manuscritos medievales y renacentistas de Ilíada, un número considerable en el contexto de la transmisión de textos clásicos. Piénsese que cada uno de estos tomos debió ser copiado a mano letra por letra, un proceso lento y costoso.
Los principales manuscritos, como el propio Venetus, suelen contener no solamente el texto del poema sino también numerosos comentarios interlineales (algunos de ellos pueden verse en http://www.homermultitext.org), además de decoraciones como miniaturas y dibujos. Los poemas, sin embargo, eran más que un objeto de lujo: como demuestra el simple hecho de que se transmitieron con sus escolios, los filólogos bizantinos dedicaron mucho tiempo a su estudio y exégesis. Conservamos de su trabajo los comentarios de Ioannes Tzetzes (s. XII) y de Eustacio de Tesalónica (s. XII), el segundo una monumental obra que hoy ocupa tres volúmenes (más dos de comentario a Odisea). Más allá de su valor intrínseco, estos comentarios tienen la utilidad de que preservan para nosotros las observaciones de autores antiguos que los bizantinos tenían pero no han sobrevivido hasta nuestros días.
El primer libro impreso se publicó en la década de 1440; la primera copia impresa de Ilíada es de 1488. No obstante, habría que esperar hasta 1566 para la publicación de una impresión influyente, generada por Henricus Stephanus (o Henri Estienne), conocido por sus numerosas publicaciones de textos clásicos. Estas impresiones, como todas las renacentistas y la mayoría de las modernas hasta el s. XIX, no son “ediciones” en el sentido contemporáneo del término; ni siquiera son comparables con la edición de Aristarco. Stephanus simplemente tomó un manuscrito (el Genovensis 44, que puede recorrerse aquí) y lo utilizó como base para su publicación. La impresión de Stephanus fue la versión estándar de Ilíada hasta el s. XVIII, lo que, en cierto sentido, demuestra el atraso en el que la filología se hallaba como ciencia respecto al punto alcanzado por los antiguos, que ya utilizaban metodologías mucho más sofisticadas de aproximación a los textos.
Aunque precedido por un trabajo de colación (es decir, de comparación de diferentes manuscritos) de casi cien años, la primera edición filológica de Ilíada es la de Heyne de 1802, utilizada durante todo el s. XIX (puede consultarse aquí). El siglo vio un esfuerzo continuo de investigación y colación, con contribuciones realizadas por Jacob La Roche, Arthur Ludwich y Walter Leaf. Pero sería recién en 1930, con la monumental edición de T. W. Allen, que los poemas homéricos recibirían una edición a la altura de su magnitud y la calidad de su tradición textual. Todavía hoy este trabajo continúa siendo una referencia estándar para los estudios homéricos.
La última década del milenio pasado trajo consigo la publicación de tres nuevas ediciones de Ilíada: la de Helmut van Thiel (Georg Olms, 1996), la de Martin L. West (Oxford, 1998-2000, con reedición en 2006) y la bilingüe anotada de Luis Macía Aparicio y José García Blanco (CSIC, 1998-2007). De estas, la segunda parece tender a convertirse en el nuevo estándar, en parte por la lamentable persistencia de pesos relativos arcaicos entre los diferentes centros académicos del mundo, en parte por su innegable calidad, que se manifiesta en, por ejemplo, la cantidad de testimonios papiráceos que su autor ha tomado en cuenta. Nuestro trabajo ha seguido de cerca, sin embargo, las tres ediciones (VER El texto griego).
A este renovado interés por editar la poesía homérica deben agregarse dos obras monumentales que constituyen sin lugar a dudas las mayores aportaciones a los estudios homéricos del último siglo: los comentarios de Ilíada de Cambridge (ed. G. S. Kirk, 1985-1994) y el monumental comentario de Basel (ed. J. Latacz, 2000 en adelante y traducciones aumentadas al inglés desde 2015), que, si bien no abarcará la totalidad de los cantos, el nivel de detalle con el que estudia cada uno y el hecho de que es el resultado del esfuerzo colectivo de diversos filólogos convertirán en la última y cúlmine conclusión de una metodología de trabajo desarrollada por doscientos años.
Hoy estamos en una nueva era. La ciencia no es más una tarea individual, ni siquiera una tarea grupal limitada al espacio de una universidad o centro de investigación. Los avances del futuro, aunque impulsados por las mentes individuales, serán resultado de esfuerzos colectivos localizados en un terreno virtual. Nuestra publicación anotada del canto I de Ilíada en forma de un texto web es el primer paso en el camino a una concepción diferente de la edición y comentario de la poesía homérica (que tiene, sin embargo, antecedentes en otros poetas, como Catulo). El futuro traerá plataformas interactivas donde los investigadores podrán contribuir con entradas de comentarios, variantes textuales, alternativas de traducción y referencias bibliográficas. Y este primer paso parecerá poco. Nos gustaría recordar entonces que, sin él, ninguna otra cosa habría sucedido.
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